Breviario para la extinción programada
Adiós mundo cruel. Avisados estáis hijos míos.
Carlos Cobo
8/11/20253 min read
Han pasado meses desde la última vez que escribí algo medio decente. Uno necesita de tiempo para poner en orden una mente algo caótica. A lo largo de esta semana me ha dado por escribir algo tirando de invención e ingenio, no es especialmente bueno, pero es digerible.
Europa amanece otra vez con la bragueta desabrochada y el vientre vacío.
Los políticos, totalmente incapaces de levantar su propio ánimo, reparten cheques-cuna como hostias descreídas mientras calculan cuántas cunas quedarán vacías el próximo año. Aunque el algoritmo tiene un pronóstico claro, una curva descendente hasta la fecha exacta miércoles 13 de Marzo de 2059, a las 16:23 de la tarde en que el último bebé continental exhalará su primer grito, absolutamente nadie parece dispuesto a apagar la música de fondo que sigue sonando en los ascensores de Bruselas, dónde lobistas, burócratas y adictos al sexo de pago intercambian sonrisas antes de dictar una nueva directiva que, adornada de eufemismos, pretende convertir la esterilidad en un rasgo de distinción, una extravagancia posmoderna, casi un lujo.
Ya no deseamos hijos, deseamos datos. Datos que nos confirmen que seguimos aquí, aunque el cuerpo se desvanezca como una cuenta cancelada, orgasmos de dopamina que llegan cada vez que la pantalla ilumina el dormitorio donde nadie duerme con nadie, porque dormir con alguien exige una confianza que no cabe en el ancho de banda de la fibra óptica.
Y, por otro lado, las ciudades continúan erigiendo sus campanarios vacíos, como si esperaran un repique final que convoque a los fieles de un culto extinto, mientras en las calles sólo quedan los turistas y los mendigos, los primeros fotografían ruinas invisibles, y los segundo, se fotografían a sí mismos para probar que todavía existen en el inventario algorítmico de los cuerpos prescindibles. No deja de ser irónico que la última reserva de carne humana, late en esas periferias donde el Estado apenas posa la mirada, barrios-sótano donde la desesperación todavía engendra sudor, y el sudor, a veces, engendra vida.
Pero la política ha elegido otro camino: financiar la libido.
Sí, la líbido.
Subsidios a la excitación: píldoras subvencionadas, pornografía de realidad aumentada con etiquetado ecológico, muñecos sintéticos reciclables que coticen a la seguridad social.
Todo con tal de evitar la escena primordial, cuerpos inauditos chocando en la oscuridad, jadeando, soltando un grito que no admite corrector moral, porque esa escena, ay, podría recordarnos que somos mamíferos y no hashtags.
Y aquí la incorrección se vuelve método: propongo que el Estado obligue a los ciudadanos a reproducirse al menos una vez, como quien pasa la ITV, y, para garantizar el cumplimiento, que instale cámaras térmicas en cada dormitorio y cuente las fricciones por minuto; cada eyaculación certificada otorgará un punto IVA, cada embarazo viable añadirá media décima al PIB.
¿Suena un tanto monstruoso?
Lo es.
Pero el monstruo ya está aquí, vestido de filantropía digital, mascando chicle inclusivo.
Al menos mi monstruo muestra los colmillos.
Más terrible que un mandato fértil es la inanidad próspera, el júbilo deshidratado de quienes celebran su propio naufragio, la fiesta sin música donde los comensales aplauden la llegada del apagón y, mientras tanto, en un horizonte no lejano, se alzan granjas de úteros artificiales iluminadas por un resplandor blanco, un resplandor de morgue, donde la natalidad se convertirá en accidente estadístico administrado por tecnócratas incapaces de distinguir el llanto de un recién nacido del zumbido de un dron.
El progreso nos ha prometido un paraíso sin dolor, pero olvidó especificar que el precio era el deseo.
Ahora el deseo yace en coma inducido, alimentado por sondas de entretenimiento premium, y nadie se atreve a desconectar la máquina porque teme el silencio posterior.
La conclusión, es simple: Europa no muere de odio, ni de guerras, ni siquiera de pobreza; muere de asco a sí misma.
Y mientras redactamos su certificado de defunción, tal vez convenga recordar que en ciertas habitaciones anónimas todavía late una fuerza primitiva, que no cabe en decreto alguno; el Estado podrá monitorizar pulsos, regular fluidos, patentar cadenas de ADN, pero habrá siempre un margen de error, un temblor involuntario, una mano que se desliza sin permiso sobre otra piel.
Será ahí, en ese error, en ese temblor, donde quizá nazca algo que contradiga esta elegía.
O no, quién sabe.