Europa, motel de paso con desayuno frío

Los números ya no caben en el telediario. Quinientos mil, un millón, da lo mismo

Carlos Cobo

9/8/20252 min read

Los números ya no caben en el telediario. Quinientos mil, un millón, da lo mismo: la masa avanza como un maremoto de carne morena buscando enchufe para su móvil chino. Los periodistas reparten diminutivos, “migrantes”, “refugiados”, “nuevos europeos”, porque el eufemismo es la vaselina del buenismo. Yo prefiero la palabra bruta: desplazados. Desplazados ellos y, en espejo invertido, desplazados nosotros: habitantes en excedencia de un continente que se ha vaciado de ganas de parir y de morir por algo que no sea la cobertura 5G.

El ministerio habla de oportunidad demográfica. La frase rezuma optimismo PowerPoint, pero detrás late la pornografía contable: más brazos para las cadenas logísticas, más cotizantes para pagar jubilaciones que se alargan como colas de farmacia. A cambio ofrecemos sueldos de pizza fría, alquileres gueto-friendly y una promesa flácida de integración. Nadie menciona que no tenemos cultura que integrar: sólo escaparates de un centro comercial en liquidación.

Se entusiasman las ONG, las parroquias, los alcaldes con selfie fácil. Se indignan los jubilados, los camareros, los taxis con radio AM. La élite financiera sonríe con la elegancia del depredador satisfecho: cuando los salarios caen y los alquileres suben, hay dividendo navideño. Y los gobiernos, derecha, izquierda, da igual, botan con la ola migratoria como un flotador en piscina olímpica: incapaces de nadar, demasiado orgullosos para reconocer que se hunden.

La prensa vende símbolos. El niño ahogado en la playa. El abuelo local que no entiende el nuevo menú del kebab. Historias de lágrima rápida, perfectas para intercalar con anuncios de yogur probiótico. El drama se vuelve rutina visual: otro bote rescata, otro centro se incendia, otro discurso parlamentario se ahoga en palabrería subsidiada. La tragedia, convertida en GIF.

Pero la verdadera herida no sale en directo. Se abre de noche, en los barrios donde la renta per cápita no llega para Netflix: supermercados que retiran jamón para evitar susceptibilidades, funerarias que separan cuerpos según protocolo halal. Algunos lo llaman convivencia; otros, lenta capitulación. Yo lo llamo esquizofrenia cívica: queremos mano de obra sin conflicto cultural, sacrificio sin sangre, multiculturalismo sin choque de valores. Queremos la cuadratura del círculo con garantía de devolución.

Y mientras el político pronuncia “diversidad” como gárgara de agua bendita, la libido colectiva cambia de objeto. Los jóvenes autóctonos se emparejan menos que un oso panda; prefieren la pornografía HD al roce caro de la realidad. El mercado sexual se reordena en silencio, tan cruel como cualquier algoritmo bursátil.

¿Solución? No la hay. Ningún muro resistirá la presión demográfica de África ni la pulsión religiosa de Oriente. Ningún curso acelerado de tolerancia convertirá por arte de magia el laicismo tibio europeo en autoridad moral. Solo queda administrar la decadencia con cierta elegancia o con la zafiedad burocrática habitual y aceptar que el futuro hablará un idioma mixto, consumirá un credo híbrido y votará partidos que hoy parecen inconcebibles. La historia no espera al hipersensible.

Europa creía entrar en la jubilación dorada; ha descubierto que alquila habitación en un motel de paso con desayuno frío. La puerta sigue abierta, los pasaportes se amontonan en recepción y la recepcionista sonríe mientras cambia las sábanas: sabe que mañana la habitará otro huésped, y que ninguno, ni viejo ni nuevo, se atreverá a apagar la luz de emergencia.

Con poco amor, Carlos Cobo