Jaime, una rubia moribunda y una paja al llegar a casa.

Noches tormentosas

Carlos Cobo

10/14/20242 min read

Hay personas que huelen a derrota, a cerveza agria. El tipo de olor que se pega a la piel y no lo quitas ni con colonia ni con confesiones.

Ayer me encontré con Jaime, uno de esos fantasmas que rondan la memoria. Por alguna extraña razón decidimos ir a un bar. Un agujero con paredes amarillentas por la nicotina y la desgracia acumulada, parecía un museo de crímenes no resueltos. Me imaginé que, en tiempos pasados, debió haber sido el centro de operaciones de una banda de pederastas. Me gusta crear películas en mi mente.

Jaime, con la espalda encorvada y una mirada que parecía perderse constantemente en el vaso, me hablaba de su proyecto de vida, había decidido embarcarse en la compra de un local para posteriormente crear un taller de equipos tecnológicos. ¿A quién le importaba? A él, desde luego, no mucho. Y a mí, menos que nada. Le desee suerte, francamente, la iba a necesitar más que nunca.

Me sorprendió lo rápido que se bajaba las copas, como si hubiera encontrado en el fondo del vaso la respuesta a todas sus preguntas. Se me hacía bola la conversación cuando vi algo que podría salvarme de mi propio martirio: una rubia al final de la barra. El rímel corrido y una sonrisa desencajada.

Cruzó miradas con Jaime por escasos segundos, los suficientes para reconocer que estaban igual de jodidos.

No pude evitar meter baza. Le empujé, como quien empuja a un borracho al abismo, para que fuera a hablar con ella. Total, ¿qué más daba?

—¿Qué haces aquí? —preguntó él, como si aún quedara algún misterio por resolver.

—Lo mismo que tú: esperar que algo cambie. —respondió ella, sin molestarse en ocultar el cansancio.

Jaime se encogió de hombros y pidió otro trago. Yo me quedé en silencio, anonadado ante tanta profundidad sacada de la nada.

—¿Qué coño ha sido eso? —le pregunté, incrédulo.

—Las cenizas y el sabor amargo de lo que no se dice. Y eso por ahora, es suficiente. —dijo, con una gravedad que ni él se creía.

Me quedé mirándolo, intentando procesar la poética barata de un poeta de taberna experto en decir nada queriendo decir mucho.

Jaime, el tipo que una vez confundió "exquisito" con "exótico" en una conversación sobre quesos, ahora hablaba de cenizas y silencios. Esto, definitivamente, no lo vi venir.

Volteé hacia la rubia, ya estaba inmersa en su charla con el camarero. A su manera, ella también estaba harta de todo, pero al menos lo disimulaba mejor. ¿Y Jaime? él seguía hablando, enredado en su maraña de metáforas, como si el mundo le debiera algo que nunca llegaría.

—¿Te has vuelto un filósofo de barra? —le solté, entre risas.

—La vida te enseña, supongo —dijo, con esa mirada perdida que empieza a ser su único talento.

—Venga, ¿vas a hacer algo al respecto o me vas a torturar con más metáforas? —le dije, dándole un leve empujón.

Jaime se encogió de hombros de nuevo, como si la vida le hubiese pasado por encima y no le quedara más que resignación.

—No vale la pena, tío —contestó al fin—. Nada que uno haga vale la pena al final.

Ahí estaba. El Jaime que conocía. El de siempre. Hablándome de proyectos imposibles mientras se ahogaba en copas baratas y en el “mañana tal vez”. Me pedí otra cerveza, no tanto para ahogar mis penas, sino para ahogar su conversación. Porque, si algo había aprendido esa noche, es que algunos ya están muertos, solo que no se han dado cuenta.

Atentamente, Carlos Cobo.